El reloj marcaba las 3:33 cuando al fin, y tras casi una década de tremendo esfuerzo y sacrificio, lo había logrado. Contempló su propio cuerpo que yacía dormido plácidamente debajo de él, sobre la cama, y comprendió que aquella interminable odisea había merecido la pena. Que aquella idea que comenzara como una broma años atrás se había convertido finalmente en un sueño realizado. En el premio a una vida dedicada. El viaje astral, conseguido. Las lágrimas se amontonaron en sus ojos y al intentar cazar a la primera de ellas que se precipitaba al vacío se miró por primera vez las manos sin ser capaz de ver nada, sorprendido al tiempo que excitado ante la falta de corporeidad. Allí estaba, flotando sin siquiera saber cómo. ¿O quizás volaba? Quiso abrir la ventana para comprobarlo percatándose de que el solo hecho de pensar en atravesarla lo había llevado al otro lado. Tan sencillo como imaginarlo. Y entonces, si, voló.
La meseta de Guiza aparecía minúscula a sus pies, en perfecto silencio, alumbrada solamente por la luz de la luna cuando, en lo que dura un parpadeo de la estrella Rigel, eterna vigía de tan magnífico panorama desde su atalaya en la constelación de Orión, se encontró dentro de la cámara real de la gran pirámide, fundido con aquella infinita oscuridad. Pudo sentir, sumergido en la negrura, el peso de la historia inundando cada partícula del aire con el que se mezclaba. Atravesó muros cerrados durante siglos y penetró en cámaras que ni siquiera los taquiones han sido aún capaces de revelar. Y de pronto, en Saqqara, dentro del Serapeum tenuemente iluminado por una hilera de luces de emergencia que con su brillo celeste lo recibían dando muestra de aquella secuencia de enigmáticos sarcófagos apilados, quién sabe si como portales cerrados a otros mundos que aguardan por siglos recuperar el contacto perdido. Maravillado aún por su nuevo poder, no quiso perder ni un solo instante, apareciendo de pronto en Palmira, protegida por sus hercúleas columnas, marchando sin detenerse hacia Uruk, de Siria a Irak en un pestañeo, disfrutando de la ciudad más antigua de la historia del mundo.
Sobrevoló el desierto y el océano a una velocidad en la que la tierra parecía fundirse con el mar y ascendió sin freno, saliendo al espacio sin siquiera habérselo propuesto. En menos de lo que dura un chasquido de dedos apareció en la luna, recorriendo la cara oculta que tanto misterio le había generado desde joven, poniendo sus pies sobre una superficie que tan pocos hombres habían hollado aunque, a diferencia de los de esos pioneros, los suyos no dejaron huella alguna a su paso.
Volvió a la tierra, radiante, henchido de emociones, desbordado por todas ellas y, sobre todo, por la felicidad más profunda y sincera mientras volaba de la montaña más alta a la sima más profunda, disfrutando de cada criatura con la que se cruzaba, leyendo sus pensamientos y sus emociones. Era una sensación de omnipotencia que le hizo sentirse como un verdadero dios del mundo. Y recuperar la alegría, tanto tiempo ausente en su vida, supuso, inevitablemente, y a pesar del polvo que se amontonaba en el baúl de su memoria, volver a recordarla. A rememorar conocerla y caer en un suspiro presa de su hechizo. A revivir el enamorarse en cada gesto, en cada golpe de diafragma, en cada sonrisa, en cada verso. En cada beso. A recordar crecer junto a ella y experimentar por primera vez tantas cosas nuevas a su lado. Y, por supuesto, también cuando de la mano, y a pesar de que todos a su alrededor lo tacharan de locura, comenzaran juntos un viaje en busca de un ideal cuyo éxito saboreaba ahora en soledad. Y el final forzado por su propio empeño y su obsesión desmedida que lo condujeron, de un modo inevitable, a una separación cargada de frustración, de llanto y de reproche.
Sobre el mar, contemplando una vaga sombra donde debía estar su reflejo, solo, a miles de kilómetros de tierra firme, volvió a llorar, esta vez de pena. Con la luz de las estrellas como único testigo de su dolor, desapareció de nuevo como la sombra de un relámpago. De pronto, allí volvía a estar después de tanto tiempo. El mismo olor a vela consumida, las mismas cortinas, la misma vieja tarima de madera que ya no crujía a su paso. Aquel olor a incienso que, aunque difuminado, él captaba en su todopoderosa capacidad sensorial. Entró en el dormitorio, atravesando la puerta sin abrirla pero con un sigilo extremo que resultaba del todo innecesario. Y allí estaba ella.
Dormía plácidamente, echada sobre un lado, mirando hacia la ventana. Su larga melena negra se desparramaba en el costado sobre su cuerpo desnudo, cubierto por una fina sábana de seda que se había fundido con su silueta, empapando su cuerpo como si de un líquido derramado se tratara. La brisa nocturna agitaba el borde de las cortinas que caían desde el techo como el agua de una catarata, colándose por entre los dedos de sus pequeños pies desnudos que colgaban al aire desde el filo de la cama. Se acercó hacia ella y contempló su rostro, sus pestañas, su nariz respingona, sus gruesos labios... y movió su mano pasado un instante para comprobar con tristeza que no podía tocarla. Allí volvía a estar después de tanto tiempo, sí, aunque todo fuera tan distinto ahora. Había comprendido entonces que, en realidad, el viaje no tenía sentido si no podía compartirlo con ella, si no podía escuchar su risa ni padecer su llanto, sentir su tacto y su piel desnuda.
—Silenia —dijo nombrándola con su mente—. ¡Silenia! —gritó de nuevo.
La joven se agitó en su sueño sin llegar a despertarse, como inmersa en una repentina pesadilla donde de pronto hubiera surgido una amenaza sin forma.
—Silenia…
Sus labios se abrieron como queriendo responderle desde su sueño, aunque no saliera de ellos nada más que un débil suspiro.
—Cuanta razón tenías, oh, mi querida Silenia. Y cuán necio fui ignorando tus quejas y cuán ingenuo despreciando tus ruegos. Si hubiera sabido entonces tan solo una gota de lo que ahora son capaces de ver mis ojos jamás te habría dejado marchar.
Dejaun
El suspiro en esta ocasión llevaba a lomos su nombre lo que lo inundó con un frío infinito. El frío de un vacío atemporal propio de otro instante en que la vida no era más que una idea sin forma en la mente del gran arquitecto dedicado únicamente a pelear contra enemigos terribles e innombrables en una eterna batalla. ¿Tan lejos podía ver ahora? ¿Había un límite para aquel saber? Se rebeló contra su propia mente que volvía a asediarle con preguntas para volver a estar allí, con ella, ahora que parecía poder sentirle aunque fuera a través de la bruma en que se había convertido.
—Si Silenia, es tu Dejaun y estoy aquí, contigo —dijo con una voz temblorosa que no sabía si ella podría escuchar.
La bella Silenia yacía en la cama pintada de blanco por la sábana, recostada como una estatua de mármol, tributo a alguna diosa de la belleza de glorias pasadas.
—Perdóname, princesa mía. Jamás debí dejarte, jamás debí marcharme.
Volvió a llorar por tercera vez, comprendiendo que ni siquiera el viaje astral que pudiera permitirle responder a cualquiera de las preguntas que lo habían atormentado a lo largo de su existencia, valía de nada si no podía tenerla a su lado para poder abrazarla antes de la noche infinita que, en su amplio conocimiento, había podido vislumbrar en la distancia. Por fín era consciente de lo que verdaderamente quería, así que, espoleado por aquel conocimiento, cerró los ojos y cabalgó sobre los caballos del tiempo y del espacio. Volvía a casa.
El ruido ensordecedor de las sirenas lo sorprendió penetrando cada molécula de aquella niebla que representaba. Gente corriendo en todas direcciones que lo atravesaban sin percatarse de su presencia entre gritos, lloros y lamentos. El edificio no paraba de vomitar gente que salía despeinada y sin arreglar a una noche que los recibía con un caos coronado por varias ambulancias y un gran coche de bomberos de donde, de un lado a otro, varios de ellos se movían sin criterio enfundados en sus trajes de plástico con sus aterradoras máscaras.
Embargado por la incertidumbre de un miedo creciente, en un instante, y con solamente imaginarlo, volvió de nuevo a su cuarto donde una multitud de gente se apiñaba, algunos de ellos susurrando. Avanzó a través de sus cuerpos hasta lograr ponerse junto al borde de la cama donde una figura sostenía su mano lánguida.
—¿Doctor? ¿Otro más?
—Así es —respondió con rostro serio—. Certifico la muerte por inhalación de gas, a las 3:33 de la madrugada.
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