Escribo estas letras con la única intención de dar luz a los hechos que viví hace tan solo siete años y que espero puedan servir de ayuda en el devenir de la guerra, más ahora que el enemigo ha cruzado las puertas y comienza a ponerse cómodo. Aún hay esperanza. Siempre la hay, o al menos eso es lo que dicen. Si esto sirve para que los altos mandos del ejército aliado comprendan la pesadilla que mis ojos vieron y que mi mente no logra olvidar y pueda servir como herramienta, es posible que las muertes de mis compañeros no fueran en vano. Que Dios los guarde en su gloria dondequiera que estén.
Aclaro que no sé escribir correctamente, ni fuerzas tengo. El puño me lo presta, como buenamente puede, la hija de mis vecinos. La pequeña Clotilde, que chapurrea con la soltura de un Garcilaso niño la lengua de Cervantes, transcribe a rajatabla el veneno de mis labios resultado de revivir aquel oscuro pasaje.
Pero, como diría mi padre: «vayamos por orden». Me llamo Martín Novella y fui, por breve plazo, Cabo del exangüe Ejército Popular de la República de España. Desde 1948 me encuentro exiliado en Francia. La tuberculosis que contraje al poco de llegar ha empeorado y siento que me queda muy poco de vida. No lo siento, lo sé.
Cuando los nazis entraron en París supe también que había llegado el momento de enfrentarme al miedo y a la vergüenza de ser considerado un mentiroso o un mequetrefe, y de dejar, de una vez por todas, el legado que mi pequeño destacamento vivió en las afueras de Guadalajara en 1937. Seguramente no esté aquí para poder ver la reacción que estas letras despierten, pero espero que al menos sean tomadas con la misma seriedad con la que las dicto y que sirvan de algún modo para hacer frente a esos puercos alemanes antes de que tomen Inglaterra. Que Dios os coja confesados si ese día llega, porque yo no estaré aquí ya para verlo.
Comienzo sin más prolegómenos. Tenía yo veinticuatro primaveras el día en el que me subieron a un camión en Madrid rumbo al frente. Tampoco es que hubiera tenido mucha elección: al que no subía le ponían una pistola en el cogote. He leído que los republicanos eran crueles. Tan crueles o más que los fascistas, ya se sabe eso de que la historia la escriben los vencedores, pero la verdad es que yo no vi que le pegaran nunca un tiro a nadie. También es cierto, que todos los que tenían la fortuna de toparse con mi camión acabaron dentro. Mejor un camión y una promesa de cantar veinte en bastos, que un tiro y arrastrar con un tres antes de tiempo: no había que ser ningún hacha al tute para escoger la mejor mano con unas cartas de mierda.
Madrid aguantaba, o eso era lo que creíamos entonces, así que en ese momento lo que primaba para los estrategas del ejército rojo era hacer frente a los espaguetis del CTV que les estaban dando por culo en Brihuega. ¿Nos estaban dando? En aquel momento a mí no me daba por culo nadie, la verdad. Antes de subirme al camión, yo no era más que un simple empleado en Girod y lo más peligroso que había hecho había sido arreglar relojes. La cosa es que, rodeado de cenutrios, en menos de una semana en la que se nos formó a los que no teníamos experiencia alguna en materia de guerra, debí destacar lo suficiente para que algún inconsciente decidiera nombrarme Cabo en una decisión tan ridícula como afortunada, pues acabaría salvándome la vida.
Como ya he dicho, la necesidad era grande, pero no hasta el punto de mandarnos a freír espaguetis a los que no sabíamos ni apretar un gatillo. Quién sabe qué habría sucedido de haber tenido yo, o mis compañeros, alguna experiencia. No sé si alguno de ellos viviría, pero quizás hubieran encontrado una muerte más amable.
El hecho es que, al no haber partido con el primer pelotón que se formó al día siguiente de llegar al campamento, los que quedamos allí fuimos separados en grupos. Dormíamos juntos, practicábamos juntos y hasta cagábamos juntos. La idea del Brigada Castro, encargado de nuestro entrenamiento y del de los otros pocos grupos que habían quedado atrás, consistía en generar, a marchas forzadas, el lazo de sangre que une a los hermanos de armas en combate y que puede marcar la diferencia entre el éxito y el fracaso que, en ese triste escenario, supone la diferencia entre la vida y la muerte.
Tengo mis serias dudas de si el lazo que creamos llegó a ser de sangre o no, a pesar de que sangre hubiera a espuertas, pero de lo que doy fe es de que acabamos tan hasta el gorro del entrenamiento en los dos primeros días que, a fuerza de insultar a los superiores, todos allí acabamos simpatizando. Y es que, después de unos pocos años fuera y de haber tratado con gente de muchos países, me doy cuenta de que lo que cimenta las relaciones de mi querida patria no es otra cosa que el insulto. Ya quisieran los gabachos insultar como nosotros.
He hablado del Brigada Castro, un buen cabrón de los de antes, con un bigote que empezaba a enseñar alguna que otra cana y que tenía más mala leche que todos nosotros juntos. El equipo estaba formado por el Sargento Bonilla, yo como Cabo y tres soldados. Ernesto Bonilla, un huevón que debía haber tenido la misma suerte que yo, pero dos veces, tenía menos luces que una fábrica de velas inundada. Resultaba bastante increíble que gente tan incapaz pudiera tener a otros al cargo, pero así es la guerra supongo. Sería impensable que eso pasara en una empresa como Girod. Igual por eso nos ganaron los golpistas, por no ascender a cenutrios, pero qué sé yo que cada día sé menos. Los soldados eran los hermanos Lendínez, Paco «Canuto» y Ramón «Ramoncho», dos mozos de dieciocho y diecinueve años. Por último, Julián Pedraza, un hombre de bien que aparte de asustadizo era más beato que Santa Teresa de Jesús. Y cuando digo asustadizo, no digo que el tipo fuera precavido o poco arriesgado, es que era de lejos el más cagón de la base.
Pasados esos dos primeros días, cuando no insultábamos al Brigada o a los Alferez que venían de paso, las burlas iban hacia Pedraza y a los grititos que se le escapaban cada vez que escuchaba un disparo, viniera de quien viniera, como los de una viuda a la que se le escapa un pedo en misa. Vivimos esos días descojonados hasta que Bonilla nos advirtiera de que igual no era tan divertido estar escondidos detrás de una mata con un pelotón al lado y que un “gritito de vieja” nos sentenciara. A partir de ese momento cambiamos las risas por collejas y, aunque nunca en la vida se me ha pasado por la cabeza ser profesor, creo que no lo hubiera hecho nada mal, ya que cuando acabó la semana, con mi método, Pedraza había cambiado sus gritos por una cara de pardillo con los ojos cerrados. Buen cambio.
Las noticias que venían del frente no eran muy halagüeñas. De una manera inexplicable para los altos mandos, las tropas del temible CTV no terminaban de caer a pesar de estar completamente superadas en número. El rumor que corría en el campamento era que Esteban Lainez, el «cachorro Lainez», los mantenía firmes y con la moral en alto. Esa fue la primera vez que escuché su maldito nombre, sin saber entonces que ni era cachorro, ni era Lainez. Como decía, el rumor se expandía y nada hay más peligroso en plena guerra que un rumor que inyecta miedo en las tropas. El cachorro, del que algunos soldados hablaban como de Hércules reencarnado, era el responsable de que el ejército rojo no lograse recuperar completamente el cinturón de Guadalajara que protegía Madrid. «El cachorro ha matado a diez más». «El cachorro se ha comido las vísceras del Capitán». «El cachorro vuela». El cachorro su puta madre esto, el cachorro su puta madre aquello… en el campamento no se escuchaba otra cosa ni se respiraba nada aparte de ese pavor a aquel soldado que parecía un mito. La inconsciencia de nuestra pequeña familia nos llevó a mofarnos del cachorro y lo que empezó como una broma nuestra acabó extendiéndose entre la milicia de manera que, sin darnos cuenta, estábamos contribuyendo a devolver el coraje a la base. Aquello, muy desafortunadamente, terminó llegando a oídos de los altos mandos que vieron en nuestras bromas un acto de gallardía sin parangón. Así, con la diosa Fortuna cargando para nosotros un saco de mala suerte, fue como se selló nuestro trágico destino. La orden iba a llegar la mañana del decimotercer día, que para más INRI era Martes y, como hoy, también era trece. Si hubiéramos escuchado a Pedraza…
—Cabo Novella, ¡al orden! ¡Traiga a las tropas para discutir nuestras nuevas órdenes!
—Bonilla, no seas imbécil que ya ves que estamos todos aquí.
El que hablaba con aquel descaro no era otro que Ramoncho, que por muy soldado que fuera frente a un Sargento, sabía que Bonilla, aparte de lerdo, no tenía ni media hostia y su sola presencia lo acojonaba. Y Ramoncho, que además de bromista era un poco cabrón, se aprovechaba de eso para vacilarlo todo lo que podía, siempre que no hubiera ningún superior cerca.
—Bonilla, no me jodas con formalismos —dije yo, que después de trece días me había ya olvidado de tener que ir a ningún frente y el puto Bonilla nos acababa de volver a traer ese miedo con una sola frase.
—Nuevas órdenes de arriba —insistió con su mirada lela.
—De arriba de qué —respondió Ramoncho, en otro intento por seguir tocándole los huevos.
—De arriba.
Desde luego, Bonilla podía tener alguna virtud. Mi madre, que en paz descanse siempre lo decía:
«Martincito, bonito, todas las personas tienen algo especial. Igual que tú te entiendes tan bien con los animales, otras personas tienen otras cualidades. Todo el mundo tiene alguna, hasta el más simple: solo hay que saber encontrarla».
Yo que nunca había dudado de la sabiduría de mi madre, no pensaba empezar a hacerlo entonces. Lo único que digo es que si el mamón de Bonilla tenía alguna virtud, se la había escondido en el culo.
—Entiendo, Bonilla, que de arriba es de encima de Castro —dije para ayudarle. El tío era tan lelo que hablar con él suponía el doble esfuerzo de hablar tu parte y de tener que sacarle la suya a gorrazos.
Cuando pensaba que íbamos a pasar las próximas tres horas intentando hacer desembuchar a Bonilla cuatro frases, el Brigada Castro, de un golpe en la lona, se metió dentro de la tienda trayendo consigo el silencio. El tío infundía respeto solo con el aire que hacía bailar los pelillos de la nariz que se camuflaban con su bigote.
—Equipo, ¡descansen! —Miró a Ramoncho retador, pero el zagal, que podía ser muchas cosas, pero gilipollas no era una de ellas, calló como una puta—. Traigo muy buenas noticias para vosotros. Es idea del Comandante Lacalle. Podéis estar orgullosos.
Mencionar a Lacalle eran palabras mayores. Orgullosos, un poco, pero sobre todo allí lo que empezábamos a estar era un poco cagados. A fin de cuentas, no éramos más que cinco paletos sin formación militar.
—Lo que habéis conseguido con el cachorro… —escupía mientras sacaba la primera sonrisa que yo era capaz de verle desde que llegase hacía casi dos semanas—. Ole vuestros cojones. Hasta que habéis llegado vosotros aquí solo se podía oler la mierda del culo de todos los soldados cada vez que se mencionaba al puto cachorro. Y como es decir cachorro y la gente sigue acojonada, Lacalle ha tenido la brillante idea de asignaros una misión solo a la altura de los más grandes.
—Mi señor, las órdenes de Lacalle, o las órdenes del Brigada Castro, que es usted aquí presente, son nuestr…
—Bonilla, cierra la puta boca y no toques los cojones, coño. Vosotros no vais al frente.
La inconsciencia: esa puñetera compañera que es capaz de hacerte disfrutar durante los breves segundos después de evitar pisar un charco, justo antes de meter el pie en la mierda que hay al lado. La inconsciencia, sí. La que nos estaba haciendo reír y mirarnos los unos a los otros por no tener que ir a la guerra cuando el Brigada todavía no había explicado por qué. Y el porqué vino como esa mierda junto al charco, un segundo después, con la sonrisa boba todavía en la boca.
—Vosotros tenéis la misión de matar al cachorro y de traernos su cabeza. Como ha dicho Lacalle, debéis de tener los cojones bien puestos y eso nunca sobra. Hay que acabar con él para recuperar de una puta vez Brihuega.
—E e e e e el el el, el ca, elca, elcach, elcachoorr, ¿el caa a chorro, señooor? —tartamudeó Bonilla, que cuando se ponía nervioso parecía once abuelas juntas.
—El cachorro, Bonilla, el cachorro. El puto cachorro Lainez, que nos lleva dando por culo desde hace un mes. Antes de que llegara aquí no moría nadie y ahora caemos como moscas. El ca ca ca cachorro Bo Bo Bonilla, ¡copón! —dijo tirándole una colleja que casi le salta las pestañas—. A ver si así se te pasa la tontería. —Clavando sus ojos en la insignia que relucía en mi pecho transmitió su mensaje: al bueno de Bonilla iba a haber que echarle una mano.
—Tú, Cabo.
—Sus órdenes mi…
—Calla, ¡joder! ¿No me serás otro Bonilla?
—No, señor, no soy un Bonilla —respondí con entereza mientras fijaba la vista en el horizonte y me preparaba internamente para una colleja marca de la casa.
—Bien —respondió más calmado sin soltar el brazo—. Lo único que tengo para vosotros es una palabra.
—¿Empieza por te, ten, te, tene…?
—¿En serio? —La mala leche empezaba a transformarse en frustración—. Tu lo que quieres es que te de una hostia ¿Es eso?
—No señor.
—Pues cierra el pico. La palabra es “Lykanthrop”, término alemán para licántropo. Abrirá las puertas correctas —respiró con algo de suspense antes de seguir con aquel tono enigmático—, y también algunas que no lo son. Empleadla con cuidado —advirtió con seriedad.
—¿Puede darnos algún detalle más? —pregunté sin mucha esperanza.
—No tratéis de entenderla. Quizás os sirva en algún momento de la expedición. Y, hablando de eso, preparaos porque salís ya.
—¿Ya? —dijo el Sargento, que debía ser el único que no entendía lo cerca que estaba de que Castro le volviera a calentar la nuca.
—Ya, Bonilla. Ya de ya. Hacéis el petate y salís. Estamos hasta los cojones de esto y hacemos falta en Madrid. Y, miradme a los ojos —dijo antes de abandonar la tienda con un tono y una cara que recuperaban al Castro temible y enterraban aquel espejismo de amabilidad—, como me entere yo de que habéis huido, como me entere yo de que no habéis tenido cojones de acabar con ese mierda… ¡Me cago en mi puta madre os juro que os busco donde quiera que estéis y os muelo a hostias! ¡Como si os escondéis entre las piernas del maricón del «cerillita», os saco de allí a hostias!
Así, farfullando y destilando su típica mala baba, desapareció el Brigada Castro al que no volvería a ver nunca más. Armamos nuestros petates en menos de quince minutos y en veinte estábamos fuera de la base, camino de la zona de conflicto donde, según nuestros espías, debía encontrarse el cachorro. La idea de armar un escuadrón suicida era tan absurda como destinada a fallar, pero así funciona la vida y, al igual que la vida, el ejército: alguien dice algo a alguien que se lo dice a otro que tiene una idea y, de la manera más estúpida, un relojero, dos hermanos jornaleros, un panadero y Bonilla, que si tenía profesión, aparte de idiota a sueldo, nadie conocía, nos encaminamos a acabar con el soldado enemigo que estaba poniendo en jaque a todo un ejército.
La primera noche nos pilló a medio camino entre Malacuera y Brihuega donde tampoco teníamos intención de ir, ya que en ese momento la ciudad estaba todavía tomada y cinco capullos como nosotros tan solo podíamos servir como prácticas de tiro para las primeras barricadas. Nuestro destino era otro: el cauce del Tajuña, por donde el cachorro se movía infligiendo el mayor daño según los informes. Antes de echarnos a dormir según los turnos que habíamos echado a suertes, aprovechamos que Bonilla había ido a cagar para dejar clara la situación. Ramoncho, que era el más avispado, me respetaba bastante y sabía que, por muy Cabo que dijera mi solapa, antes que Cabo era sensato y no pretendía imponer ninguna jerarquía estúpida. El objetivo estaba claro y no era otro que volver con vida. Si matábamos a alguien, bien. Si ese alguien era el cachorro, mejor. Pero nadie allí, a excepción seguramente de Bonilla, dudaba de que aquella misión no tenía sentido y que las probabilidades, no ya de encontrarlo y de matarlo, sino de poder probarlo ante los superiores, eran inexistentes. Un sentido del deber… a quién pretendo engañar, el puro instinto de supervivencia nos obligaba a hacer el paripé de intentarlo, porque, aunque existía la posibilidad de que una bala enemiga acabara con nosotros, la única alternativa era la certeza de que una amiga sí lo haría en caso de que los superiores se enterasen de que no habíamos hecho nada por cumplir nuestra misión.
Tampoco íbamos a tener mucho tiempo para darle vueltas porque a la mañana siguiente iba a empezar la acción. Recuerdo que a pesar de hacer un frío de mil demonios, el ruido de un pequeño destacamento nos calentó rápido. Bonilla, que cagaba lo menos tres veces al día, estaba otra vez al lío cuando una pequeña tropa de diez soldados italianos lo sorprendió detrás de la zarza en la que se afanaba. Con el culo al aire y los pantalones por las rodillas, comenzó a intentar cargar su fusil, con tan poca destreza, que provocó que los engominados soldados comenzaran a partirse de risa. Los italianos se arrancaron a decirle cosas, cada vez más descojonados, lo que hizo que, de una forma natural, llamasen nuestra atención. La estupidez, un idioma internacional que Bonilla hablaba con extrema fluidez, le estaba dando unos minutos preciosos y le hubiera valido, no me cabe duda, la exención militar y una cartilla para cómico al servicio de la República.
Ramoncho, que no era manco ni tampoco le gustaba perder el tiempo, había afianzado con cuidado su ametralladora ligera rusa y desde que disparó la primera bala hasta que cayó el último italiano no transcurrieron ni quince segundos. Al menos aquellos pobres diablos se fueron al otro barrio partiéndose el culo. El doblemente afortunado Bonilla, por payaso y por no poder cagarse encima porque ya acaba de descargar, salió rodando por el suelo, tropezando con sus propios pantalones, arrancándonos, entonces sí, la risa a todos nosotros.
Limpiamos a los paganinis en menos de lo que canta un gallo de toda su munición, algo de comida y una serie de documentos que parecían importantes. Lo que son las cosas, allí solo leía bien Ernesto que, ya con los pantalones en su sitio, volvió a sentirse importante cuando le instamos a que nos dijera lo que ponía en esos papeles tan serios.
—Sh Es S s…
—Me cago en mi puta madre, Bonilla. No soy Castro, pero como nos tengas aquí una hora para leer cuatro letras te voy a dar una colleja que te voy a poner las orejas del revés —dijo Ramoncho, que había dejado de lado su característico tono de broma, preocupado de que otro pelotón pudiera descubrirnos.
—S Es S Est Este ¡Stefan! ¡Co co co jones!
Si no el sentido común, el mando o una buena combinación de ambos se me habían hecho indispensables de pronto, por lo que, ignorando los balbuceos del Sargento, decidí tomar la iniciativa para poner al grupo a salvo.
—Vámonos de aquí. Bonilla: coge los papeles y ve cogiendo aire, no tenemos tiempo para mierdas, así que intenta tranquilizarte. Ramoncho: si vais a escamotear algo más, es ahora o nunca. Tenemos que largarnos de aquí. ¡En marcha!
Como mulas espoleadas por rama fresca pusimos pies en polvorosa y llegamos a la vereda del Tajuña mucho antes de lo esperado. El secarral llano que nos dejaba completamente vendidos había dado paso a una cómplice frondosidad en la que pudimos, por fin, sentirnos seguros y forzar de nuevo a Bonilla, aún a riesgo de que se le chamuscaran los sesos.
—Toma un poco de agua —dije con la intención de relajarlo. El Sargento bebió con ganas con una expresión que seguía marcada por el estrés matutino. Siendo justos, no es que aquel hombre fuera un zote sin remedio. Tan solo se trataba de un tipo de buena familia que jamás se había tenido que enfrentar a nada.
«Sin presión, el hombre no es capaz de dar nunca todo lo que tiene dentro»,
o eso decía mi padre, que al igual que mi madre, no paraba de recitar el refranero cuando la ocasión lo propiciaba.
El rumor del río, el viento fresco y las ramas altas que nos cubrían perfectamente hicieron su efecto y el Sargento cogió de nuevo los papeles entre hondas respiraciones.
—Stefan Lainer: asunto “Lykanthrop“. Cualquier incidente relacionado con este soldado será directamente tratado con la intendencia y esta, a su vez, con el maestre del General sin necesidad de la aprobación intermedia. Se considerará, en cualquier circunstancia, un asunto de prioridad extrema bajo orden directa del general y del Führer.
Bonilla sacó una foto en la que aparecía el hombre más raro que jamás haya visto y cuyo reflejo sigue grabado a fuego en mi memoria. Con un cuerpo hercúleo, tal y como rezaban los rumores, aparecía el soldado Esteban Láinez, rifle al hombro y puro en mano. Esteban, Stefan, a nadie le importó ese detalle, y menos con lo que teníamos por delante. Lo que llamaba la atención, por encima de cualquier otra cosa, era su perolo deforme. Unas orejas casi a la altura de la frente y ligeramente picudas, que ya de por sí representaban una rareza, eran seguramente lo menos llamativo. Su nariz, que más que nariz parecía un hocico, se juntaba extrañamente con la boca en el punto por donde dos largos colmillos se fundían con su bigote.
—¡Menudo adefesio, joder!
—La hija de la campanera con la que te diste cuatro besos no era mucho más guapa que…
Una colleja de Ramoncho impidió a Canuto terminar la frase. La ocurrencia y la cara del hermano, al que casi se le salen los ojos de las órbitas, terminaron por arrancarnos unas necesarias risas, porque la imagen había dejado huella.
—Da igual que sea Imperio Argentina o Dolores la hija de la campanera, vamos a intentar cepillárnoslo como nos han ordenado porque si no nos van a meter un tiro por el culo. Por muy grande que tenga el brazo es un tío y nosotros somos cin…
—Bonilla está cagando otra vez. Puedes decir cuatro, que no pasa nada —apuntó Pedraza ante la risa de los Lendínez.
—Bueno, pues digamos que somos cuatro y Bonilla, que a la mala puede hacer otra vez su baile con los huevos colgando y distraer al enemigo.
De nuevo las risas llenaron aquel arbusto y, sin saber cómo ni por qué, la conversación acabó, como tantas otras veces, en una sucesión de chistes de Canuto, que parecía saberse más de mil. Estábamos pasándolo tan bien que tuvo que ser el asustadizo Pedraza quien nos sacara del ambiente de broma para volver a meternos el miedo en el cuerpo.
—Bonilla se fue hace mucho tiempo.
La reacción fue instantánea porque Bonilla era un cagón, pero lo suyo eran las cagadas de ratón y nunca tardaba más de tres minutos en regresar. Mientras me quitaba la cinta con la que cargaba el fusil al hombro, Ramoncho sacó su cuchillo. Con un dedo en la boca le hizo un gesto a su hermano para que se callara. Canuto, que no se había enterado de la jugada, reaccionó con cara de susto, pero al final hizo lo propio con una faca que llevaba colgando en su cinto, dejándonos a medias con su prometedor chiste sobre un burro y un panal en un burdel. A día de hoy todavía me quema un poco no saber cómo terminaba aquella historia y juro por Dios que será lo primero que le pregunte a los Lendínez cuando me reuna con ellos allí arriba.
No hubo que ir muy lejos para encontrar la respuesta, aunque esta fuera tan macabra como inquietante: detrás de un seto a pocos metros de nosotros, el cuerpo de Bonilla, que como por arte de magia se había quedado congelado en la posición de cuclillas, apareció ante nosotros. Donde tenía que estar su cabeza no había nada salvo un charco de sangre. Pero lo que nos dejó a todos blancos como la leche y empujó a que Pedraza se meara encima era pensar que le habían arrancado la cabeza a nuestro lado sin hacer el menor ruido.
A pesar de que el pánico se desató en todos nosotros, ninguno tuvo la insensatez, o más bien el cuerpo, para abrir la boca, por lo que en pleno silencio regresamo al punto de partida.
—Es el cachorro. ¡El puto cachorro!
—¡Calla, Canuto! ¡Hablad bajo, cojones! —El intento por sembrar la cordura no llegó muy allá, aunque lo que sí conseguí con mi reprimenda fue imponer el grado, ya que después de Bonilla el que debía llevar la batuta era yo. A mí el rango me importaba tres mierdas: lo que yo quería era salir con vida de allí.
—Nos van a follar a todos… —interrumpió, en voz muy baja, el bueno de Pedraza mientras se santiguaba.
—Silencio. Bonilla, que en paz descanse, ha hecho un último servicio y, además, seamos positivos: tenemos al cachorro a tiro. Es a lo que hemos venido. Si cumplimos… pensadlo. Pensadlo por un momento, ¡joder! La gloria y adiós a la guerra. Vamos a cazar a ese feto, se lo vamos a llevar al bigotes y nos van a poner una puta medalla, así que nada de acojonarse. Somos cuatro valientes. Cuatro tíos recios. ¡Vamos, cojones!
—¿Qué propones, Novella? —Ramoncho fue el primero en recuperar el color ante mi dosis de energía.
—Hacer como se hace con las alimañas: vamos a poner una trampa y vamos a cazar a ese hijo de la gran puta. ¡Por Bonilla!
—¡Por Bonilla! —repitieron todos a coro.
—¿Alguno habéis cazado algo en vuestra vida?
—Mi hermano y yo bastantes perdices… y algún que otro lebrato distraido —respondió raudo Canuto. Pedraza negaba con la cabeza.
—Yo no he cazado jamás, pero de nada vale saber montar un cepo con la pieza que perseguimos —aclaré.
—Que nos persigue…
—Canuto, somos cuatro. Si permanecemos con las orejas en alto no va a pasarnos nada.
—Allí, mirad —señaló Ramoncho, que ya había transmutado en cazador.
Una especie de pasillo que habían formado los árboles junto al cauce del río era el objeto de su insistencia. Tan estrecho como para que solo cupiera una persona, pero no lo suficiente como para que resultara incómodo avanzar a excepción del barro y los charcos que hacían de alfombra.
—Vamos a meterlo ahí —prosiguió.
—Y lo molemos a tiros —dijo Canuto con una sonrisa ilusionante.
—No, así podemos fallar. Podemos no darle bien y no tumbarlo. Tenemos que asegurarnos de que allí se queda y arrancarle la puta cabeza que es lo que nos han pedido. ¡Por Bonilla!
—¡Por Bonilla! —repitieron todos de nuevo, como si aquello fuera una boda y el Sargento el motivo de cada brindis.
Nos movimos formando un escudo, conscientes de que el cachorro podría estar cerca y, advertidos ahora de su sigilo, complicando que nos pudiera pillar por sorpresa como había hecho con el cagón de Ernesto. Cuando quisimos darnos cuenta la oscuridad se nos echó encima, momento en que habíamos acordado comenzar a montar la trampa. Ramoncho demostró unas aptitudes brillantes como ingeniero al explicarnos lo que tenía en mente: una barrera de pinchos que saldría disparada desde detrás de un recodo. El mecanismo se activaría de la manera más simple por medio de una contención con una cuerda. Cuando el cachorro pisara el enganche, la barrera lo ensartaría golpeándolo contra la pared de roca, barro y raíces. La idea era excelente y, para todo aquello en lo que su poca experiencia fallaba, mis años en la casa de relojes hicieron el resto. Así, en cuanto oscureció y sin separarnos un palmo, encendimos un pequeño fuego y nos pusimos manos a la obra.
El río nos daba los materiales para la base: muchas ramas fuertes, que cortamos en el mayor de los silencios. Mientras Canuto y Pedraza las convertían en afiladas picas, Ramoncho y yo montábamos el engranaje. Durmiendo de a uno procedimos con tenacidad y, justo antes del alba, logramos encajar aquella trampa mortal.
—Ya solo nos queda saber cómo vamos a meter aquí a ese cabrón —dijo Canuto mientras se tapaba la cara con los primeros rayos de sol.
—El plan está muy claro. Ese feto sabe perfectamente dónde estamos, así que lo primero va a ser escondernos. Seguro que va a querer venir a ver por qué nos hemos pasado la noche haciendo ruido. Cuando enseñe el cogote, uno de nosotros entra en el redil.
—Ramoncho, ¿qué redil ni qué redil? —espetó Pedraza que ya volvía a estar acojonado.
—Sí, al redil… ¡y a correr la vaquilla! A la altura de la marca —respondió señalando un canto blanco de gran tamaño en la pared—, un buen brinco y a seguir corriendo. Si va enciscado detrás se comerá el pincho de lleno.
—¿Lo echamos a pies? —pregunté, asumiendo que nadie iba a ser tan loco como para ofrecerse voluntario. Me equivocaba.
—Yo lo haré. —El tono heroico de Canuto parecía de prestado. Su hermano lo miraba entre orgulloso y asustado—. Soy el más rápido y no le tengo miedo y… —el terror creciente parecía que iba a ponernos de nuevo a todos en la ruleta suicida para escoger candidato. Estuve rápido para coronar aquel ofrecimiento con la frase emblema.
—¡Por Bonilla!
—¡Por Bonilla!
El plan, que de simple que era parecía no tener fisuras, no había tenido en cuenta la mala suerte que nos acechaba.
Encaramados en los árboles esperamos durante unas horas en las que los mosquitos se cebaron con nosotros. Cuando ya no me quedaba espacio en la nuca para más picaduras, Ramoncho, que estaba tumbado en una rama grande a dos palmos de mí, me avisó con un gesto. La cara blanca no necesitaba de más explicaciones. Desde su posición, tiró una baboseada colilla a la cabeza de su hermano que lo miró mientras asentía con bravura e iniciaba el descenso.
Las ramas, que se movían a un compás que no era el del viento, resguardaban la figura de un soldado que, a medida que se acercaba, parecía cada vez más gigantesco. Si no era el cachorro tenía que ser familiar suyo. Lo que vi con mis pequeños prismáticos me dejó el cuerpo frío. Más peludo que Fermín, el tipo más peludo que jamás yo haya visto nunca, aquel ser se acercaba encorvado a una velocidad prodigiosa. Cuando quise pasarle los prismáticos a Ramoncho, este silbó y su hermano echó a correr como alma que llevaba el diablo provocando la reacción esperada. La figura, que estaba casi debajo nuestro, pareció alzar sus picudas orejas y salió disparada tras Canuto.
El muchacho corrió como un atleta. Parecía un rayo, zigzageando por aquel caminillo encharcado como una culebrilla en el agua. Su perseguidor, de zancada poderosa, le recortaba la distancia, pero no le iba a llegar para dar con nuestro compañero antes de la marca. E ahí que la mala suerte entrara a cambiar los planes. Una hoja, que se había transformado en instrumento divino, cayó del cielo, sincronizada como un reloj suizo con la pisada del velocista. El resbalón fue fatal, provocando que Canuto no pudiera saltar y se comiera de lleno el chivato, que funcionó a la perfección ensartándolo y reventándolo contra la pared. Ante aquello, la bestia frenó en seco y desapareció de un salto sobrehumano por el lado del río. Ramoncho, poseido, no esperó a nada, pero ¿acaso no hubiera hecho cualquiera lo mismo? Tras proferir un desgarrador grito de dolor, se escurrió por el tronco del árbol donde estaba encaramado sin importarle las ramas que le iban rasgando la piel ni el colchón de piedras que lo esperaba debajo. Después del batacazo contra el suelo corrió hacia su pobre hermano, cojeando y con los ojos hechos un humedal. No lo vio venir y nosotros desde arriba tampoco. Cuando estaba a menos de cinco metros de su hermano muerto, aquella terrorífica criatura volvió a entrar de un salto en el camino plantándose enfrente suyo. Sin que pudiera reaccionar, sin que pudiera coger el rifle o el cuchillo, armado nada más que con una cara de tonto, que es la cara con la que la mayoría abandonan este mundo en tiempos de guerra, la bestia saltó sobre él y, agarrándolo por la cabeza, la arrancó como quien descorcha una botella. No le dio tiempo ni a gritar. Pedraza, a mi izquierda, se fue de vientre y poco debió faltarme a mí para cagarme también encima. En menos de un minuto, y sin recrearse en exceso, el cachorro volvió a desaparecer por donde había venido con otro prodigioso salto, portando esta vez consigo su redondo trofeo que llevaba la columna vertebral colgando.
Podían haber pasado tres, cuatro o diez mil horas, que Julián no había movido un párpado ni yo tampoco. Así nos encontró la noche, encaramados a aquel árbol y sin gana ninguna de bajar, cuando por fin me armé de valor para hablarle.
—Pedraza —dije entre susurros—. ¿Me oyes?
El muchacho farfullaba alguna plegaria con los ojos idos, por lo que tuve que insistirle un par de veces más hasta que finalmente me respondiera.
—Calla, por Dios. ¿Quieres que nos descubra? ¿No has visto cómo salta? Aquí no estamos protegidos.
—Para eso estás rezando, ¡joder! Para que no nos vea ni nos huela y para que podamos salir vivos de esta putada en la que nos ha metido nuestra perra suerte.
El chico siguió con lo suyo, sin muchas ganas de hablar, pero alguien tenía que poner sentido común a aquella situación si queríamos sobreponernos al horror y tener alguna posibilidad de contarlo.
—Tenemos que bajar, Pedraza.
—¿Pero tú estás de guasa? ¿Has visto lo mismo que yo?
—Tenemos que bajar y acabar con esa bestia o largarnos, pero no podemos quedarnos aquí.
—Es justo lo que tenemos que hacer, aguantar un día o dos más y así estar seguros de que se ha ido…
—Estamos en su coto privado, Julián. No se va a ir a ningún lado. Lo que tenemos que hacer es bajar y montar un plan para arrancarle nosotros la cabeza antes de perder la nuestra.
El silencio que siguió a aquella frase era el silencio del que sabe que discutir una obviedad es un sinsentido.
Ya fuera por mis palabras o porque necesitaba verticalidad, Pedraza me siguió en el descenso cuando debía ser ya madrugada. Sin coraje para encender un fuego con el que calentarnos en la fría noche manchega, nos comimos las longanizas secas como piedras que recuperamos de entre los restos de Ramoncho y nos agazapamos tras un arbusto, juntos hasta casi abrazarnos, sin decir ni una sola palabra, con las escopetas cargadas.
Desperté de un duermevela de poco descanso para encontrarme al beato con la cara y la camisa untadas en barro, en un aspecto más de mierda humana que de soldado.
—Pero ¿qué huevos, Pedraza?
—Toma —dijo mientras me pasaba un pegote de barro con la mano que parecía mierda de burro reciente. Mi cara debía ser un poema. Un poema de Merás, pero un poema al fin y al cabo.
—Creo que esa bestia tendrá difícil encontrarnos si nos cubrimos con esto. He estado pensando en que quizás nos encuentra porque nos huele…
Como «hombre precavido vale por dos», que decía siempre también mi madre, y «más vale prevenir que curar», que le replicaba mi padre, me unté de barro por la cara, que, como bien había yo interpretado en una primera instancia, era mierda, pero no de burro, sino de pato y otras aves, mezclada con la tierra casi en la misma proporción.
Así, como dos mierdas andantes, decidimos olvidarnos de acabar con nadie y poner rumbo a la base, porque si había que morir de un tiro por cobardes, mejor de ese modo que sin cabeza.
El invento de Pedraza le dio una confianza inusual hasta el punto de que el chico se sentía invisible. Y digo bien, se sentía y no «parecía sentirse», porque cuando a los diez minutos de emprender la marcha escuchamos unas ramas romperse, el Cabo se quedó quieto como si fuera una planta, en vez de esconderse tras los arbustos de los laterales como yo hice. Quieto cual estatua griega se encontró el cachorro Lainez a Pedraza frente a él, rompiéndole el frenético paso hasta paralizarlo. Desde mi posición, a escasos metros, era capaz de verlo todo y de contemplar maravillado y aterrorizado a aquella bestia.
De cerca, la idea que me había formado en la cabeza sobre un hombre musculado y, hasta cierto punto deforme, se disolvió como sal en agua hirviendo. Aquello no era un hombre, sino la mezcla entre un perro y un hombre. Lo que había interpretado como nariz exageradamente grande y picuda, era a todas luces un hocico del que colgaba una hilera de colmillos afilados como agujas. La imagen tenebrosa la regalaba el hecho de que estuviera poblado de pelo por todas partes, pareciendo un verdadero perro gigante a dos patas, algo que la foto había rebajado con un rapado que quedaba claro que era antinatural para aquella criatura. Un perro. Un hombre. Un «lykantrhop».
Como una imponente aparición del inframundo, el cachorro olfateaba a Pedraza que, cagado de miedo, había empezado a rezar una plegaria que fue subiendo de tono en su inconsciencia hasta que yo mismo fui capaz de escucharla. La bestia, tras la incomprensión paralizante que duró apenas unos segundos, se abalanzó finalmente sobre él mordiéndole la yugular. El pobre muchacho no tuvo tiempo ni para poder gritar siquiera. Aquella forma de atacar, que me recordó a los gigantescos mastines que protegían la finca de mis padres en mi niñez, me confirmaba que estaba ante un can y el pensamiento, en lugar de asustarme, logró todo lo contrario.
«Tienes el don de hablar con los animales, Martincito. Tú les hablas, ellos te entienden. Tú les mandas, ellos te obedecen».
Las palabras de mi difunta madre se me vinieron a la cabeza como una especie de mensaje salvador cargado de esperanza. No podía huir. Esa bestia me daría caza sin esfuerzo. Solo me quedaba hacerle frente. Y para hacerle frente no tenía nada más que la granada que le había cogido por puro instinto al descabezado Bonilla.
Infundado de un coraje inesperado me alcé de un brinco asustando a la criatura que, a cuatro patas sobre los restos de Julián, seguía deleitándose con su carne.
«Chico: ¡mira! Sabes que lo quieres. ¿Quién es mi chico? Mira lo que tengo para ti».
La bestia, que no terminaba de entender lo que sucedía si es que era capaz de hablar, no dejaba de mirarme, por lo que tuve que poner más empeño y subir el tono, igual que hacía de joven con los viejos y agresivos mastines.
«¡Te he dicho que mires aquí! ¡Aquí!». Clic. Su vista, como siempre ocurría cada vez que había jugado a eso, se quedó fija en mi mano. Moviéndose con suavidad de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, ejercía el efecto de péndulo hipnótico. Cuando Lainez, Lainer o como quiera que se llamara aquel monstruo empezó a mover la cabeza, sabía que lo tenía. Ya era mío. Quitando la anilla con suavidad, aguanté un par de segundos para estar seguro y me la jugué.
«Ve a por a ella, chico. ¡Tráemela, chico!».
Tras arrojar la granada por encima de su cabeza, la bestia, de una manera inconsciente y empujada por su instinto, corrió como un perrillo tras aquel objeto. Cogiéndola con la boca, se giró para regalarme una sonrisa con la granada entre los dientes. Yo le correspondí, igual que siempre había hecho.
«Buen chico».
Boom.
No quedó nada de Lainez, ni siquiera la foto del informe, que en las prisas por huir de allí ante la explosión y lo que podía traer el ruido, olvidé recuperar de la mochila de Pedraza. Sin ninguna prueba y después de lo que había pasado, decidí no regresar a la base. Tampoco nadie me echó en falta en la reconquista de Brihuega y allí puse punto final a mi historia en el ejército, huyendo a Francia antes de que acabara la guerra, con miedo a los unos por desertor, y a los otros por rojo y republicano.
He leído muchas noticias que hablan de hombres lobo, de conjuros, de extrañas muertes… y estoy seguro de que la camada de Lainez sigue viva, haciendo estragos entre los aliados. Quede aquí el legado de lo que vi que espero pueda servir de algo.
Martín Novella.
***
B.J. Sal
Septiembre 2020
Todos los contenidos de esta web han sido registrados a través de SafeCreative
0 comentarios:
Publicar un comentario