—Mesero. Otro.
El barman se acercó con cara de malas pulgas y sirvió el whisky sin gran cuidado, derramando casi la misma cantidad que acertaba a poner en el vaso sobre aquella madera humedecida con más aspecto de tablón ancho que de barra. Cuando finalmente se giró, una mano, rápida como el ataque de una serpiente, le agarró del antebrazo deteniéndolo en seco.
—Deja la botella.
El hombre, asustado por el picotazo, obedeció con displicencia y volvió al otro extremo, donde una mujer muy rellena que discutía con una niña le hizo recuperar el gesto contrariado habitual.
En lo que tardó en servirse otro vaso, vaciarlo en la garganta y dejarlo seco de nuevo sobre la barra, por la puerta de vaivén entraron tres extraños que se llevaron todas las miradas del roñoso saloon consigo. Y con ellas, el silencio; el aprendiz de pianista detuvo el organillo y cargó, sin darse cuenta, la escena con una incómoda expectación: en Chloride city, un pequeño asentamiento minero en el estado de Arizona, a pocas millas de la frontera con California y Nevada, los forasteros no eran habituales. Menos aún si en lugar de ropa de minero, la que gastaban quedaba opacada por un guardapolvos.
La simpática melodía proveniente del organillo, la célebre «Oh Sussie, where’s your love?», había virado hacia un acorde siniestro de solo tres notas: el sonido de las pisadas de botas altas con afiladas espuelas que hacían chirriar los maderos de la plataforma.
Las tres oscuras figuras prosiguieron su lenta marcha hacia el fondo, alargando la tensión unos segundos más. Como en casi todo grupo, uno lideraba y el resto actuaban de comitiva. El pastor se colocó junto al otro extraño sin siquiera mirarlo. Tras agarrar la botella que acababa de dejar el barman a su lado, se la llevó a la boca con determinación, alargando el trago sin carraspear, dejándola semivacía sobre la barra y girándose con sutileza. Una sonrisa diabólica encendida por el licor iluminó su cara mientras astutamente se apoyaba con los codos sobre la madera, dejando la espalda cubierta. Los surcos sobre su piel de cuero eran más oscuros que su negro bigote, pero no más que los dos pozos sin fondo que tenía por ojos. Nadie allí habría tenido el coraje de ir a su encuentro, ni aunque le fuese la vida en ello… y tal vez ese era el caso.
—¿Quién mató al pianista? —dijo rompiendo un silencio del que parecía ser dueño y señor desde que había entrado en la sala—. Dale a la manivela, maestro —prosiguió, apuntando con el dedo índice transformado en cañón de revólver hacia el atemorizado interpelado que, tras unos segundos de parálisis, reaccionó como un resorte obedeciendo a aquellas palabras con una tonada llena de errores.
—¡Más whisky, viejo! —dijo uno de los dos jóvenes secuaces de ojos claros como el agua—. ¡Y ponnos tres vasos!
El tercero en discordia, que guardaba un parecido fraternal con el otro joven, quiso hacerse sitio avasallando hasta empujar al único inquilino de la barra.
—¡Haz sitio!
Tras un profundo pero veloz repaso de la sala y de los presentes, el líder volvió la vista hacia su vecino con curiosidad. Su experiencia le había advertido desde el primer paso tras cruzar la puerta de que aquella figura era la única del saloon que no pertenecía al cuadro. La única a la que merecía la pena no perder ojo. La primera que debía recibir un balazo, si la orquesta precisaba del arranque de un nuevo instrumento.
—Tranquilo, chico. —El extraño se movió unos palmos sin decir nada, como quien convierte una orden en sugerencia y la obedece sin doblegarse, por decisión propia, compartiendo el trago de buena gana con tres amigos. La curiosidad despertada en el viejo pistolero enfundado en cuero negro, quedaba bien escondida tras aquellos dos puntos, clavados todavía en el ala de un sombrero que perfilaba un rostro y una voz desconocidas. O eso creía.
—Sully, por qué no… —El jefe se llevó el dedo índice a los labios, impidiendo acabar la frase al joven secuaz que había congelado por el gesto. De los muchos tipos de liderazgo que el extraño había visto a lo largo de su vida, este lo conocía bien. Liderazgo basado en el miedo.
—¿Te puedo invitar a un trago? —dijo el jefe al tiempo que ladeaba la cabeza, con la indiferencia del que se siente rey del mundo.
—No bebo, lo siento.
La seca carcajada que provocó aquella respuesta fue tan involuntaria como sincera, haciendo que los dos surcos negros que cruzaban su cara cambiaran de ángulo por primera vez en muchos años. En ese corto lapso, el barman había aprovechado para dejar una botella nueva y tres vasos antes de regresar culebreando al otro extremo intentando llamar la atención lo menos posible. Sully, como lo había llamado el joven que seguía petrificado, arrancó el corcho de un mordisco y, tras escupirlo al otro lado de la barra, sirvió dos vasos hasta arriba. Haciendo gala de una agilidad inesperada, se irguió de pronto, haciéndose grande, mostrando una percha de casi seis pies y medio que había disimulado aplastándose en la barra. En otro gesto de habilidad, desplazó con el envés de la mano uno de los vasos, que viajó por la madera hasta el brazo del forastero en una calculada coreografía.
—Siempre hay un primer día para todo —replicó, esta vez sin el aire de broma que se había esfumado quizás para no volver nunca.
—No me he explicado bien, me encanta el whisky. Cuando no bebo es antes de disparar.
A la cortante tensión de un ambiente en el que se podía escuchar la arena que se deslizaba por el suelo de la entrada al compás del tenue viento, aquellas palabras elevaron la temperatura un par de grados, tal y como reflejaban las caras de los jóvenes compinches, incapaces de disimular la rabia, la sorpresa y un punto leve de miedo. El cocktail que solo los que van a protagonizar un tiroteo tienen permiso para beber. El que tiene suerte, lo saboreará más de una vez.
Una de las mujeres en cancán, que hasta hacía bien poco alegraba el ambiente de las pobladas mesas, comenzó a soltar una risa nerviosa. Lejos de desactivar aquella caja de explosivos en la que se había convertido el saloon, lo que hizo fue precipitar el resultado. Uno de los dos chicos movió la mano hacia la funda con rapidez, aunque no la suficiente como para que el extraño le disparase dos veces con el revólver que apareció como un relámpago en su mano derecha antes de que el pobre diablo siquiera rozase el cuero. Sin que pasara un segundo y sin un gesto mediante, le hizo el mismo regalo a su hermano, que se encontraba aún mascando rabia e impotencia cuando sintió el calor del plomo.
—Canalla… —le escupió con tono duro y con un gesto de profundo asco, encerrado en un halo de absoluta calma—. Acabas de asesinar a dos niños que ni siquiera habían desenfundado. ¿Es así como te quieres hacer un nombre?
—Lo que pretendo es cobrar, Sullivan —respondió con ironía el extraño, que sin mover un solo pelo, respiraba el humo que salía por el cañón de su Colt.
Un silencio sepulcral envolvió la mirada que el pistolero regaló al extraño.
—¿Nos conocemos? —preguntó Sully, en un tono tan bajo que parecía que hablaba solo. Sin insistir en la duda que le acababa de germinar por dentro, se giró hacia la barra de nuevo, ya sin encorvarse, y movió los dedos como si fueran patas de caballo, al trote hacia el vaso cargado. Deslizó el dedo índice por el borde, despacio, como si fuera él quien dibujaba la circunferencia hasta que, de un golpe seco, lo agarró sin derramar una gota y lo soltó con un gesto súbito, como quien aprieta el gatillo, directo a la garganta. Cerró los ojos, saboreando el licor y, de nuevo por sorpresa, soltó el vaso vacío que rodó por la barra hasta el suelo; agarró el otro y repitió el proceso, dejando este boca abajo tapando la botella.
—Yo siempre bebo antes de disparar. No se puede saber cuál será tu último trago y al infierno es mejor ir con un buen bourbon dentro. O con lo que tengas a mano —dijo mientras dedicaba una mueca de reprobación a la botella de whisky barato que tenía delante—. ¿Dentro o fuera?
—¿Dónde quieres morir?
Sully sonrió. Si algo había aprendido aquel zorro viejo de todas las pistolas a sueldo con las que se había mezclado a lo largo de su miserable vida era que no se puede menospreciar a nadie que lleva una Colt de compañera. Menos aún cuando habías podido presenciar cómo abatía a alguien, porque, aunque se tratara de fortuna, y este no era el caso, demostraba que esa persona sabía matar y que ya lo había hecho antes. La primera vez el pulso tiembla. Siempre. A todos. Y aquella figura no temblaba. Sin ninguna intención de darle a aquel extraño una oportunidad de enviarlo a hacer compañía a los hermanos Trenton, deslizó la mano izquierda, primero con sutileza y después con un estallido, siguiendo el efecto de un látigo, hacia su revólver. Desenfundó con la confianza de saberse en el lado ciego de aquel extraño que seguía de perfil sin mirarlo. Cuando su dedo rozaba el gatillo, una explosión inundó la sala, provocando más de un grito de sorpresa. Para el ojo no entrenado, la resolución tardó unos segundos más hasta que Sully dejó caer la pistola en el suelo justo antes de ir detrás de ella y llevarse un último tiro para cerrar la cuenta. El forastero, con su mano izquierda escondida tras el guardapolvos había disparado primero desde el falso bolsillo.
—¡Alto ahí! —dijo un hombre de pelo cano y bigote generoso, rifle en mano y estrella en el pecho. Estrella que había dejado de alumbrar mientras duraba toda la escena y que ahora quería refulgir cuando solo quedaba uno con vida y, según sus malos cálculos, descargado—. Lo que ha hecho con uno de los dos muchachos es asesinato, caballero. Deje el arma sobre la barra, despacio —prosiguió, confirmando con el uso del singular que no era muy competente en sus funciones. Con la seguridad que acompaña generalmente a la inconsciencia, se acercó escoltado por un chico que no debía alcanzar los doce años.
Para sorpresa de muchos, que debían pensar que el buen Garrison iba a conseguir la jubilación anticipada, el extraño obedeció y, acto seguido, puso las manos con las palmas al frente, solicitando tregua. Moviendo con extrema lentitud las manos, sacó unos papeles del interior del guardapolvos y los extendió hacia el joven asistente.
—Me debe usted 1.200 dólares, sheriff.
—¿Cazarrecompensas? —preguntó mientras cotejaba los papeles achinando los ojos.
—No exactamente… pero esta la pienso cobrar.
El hombre dudó mientras comprobaba con un rigor cómico el parecido de las grafías con los difuntos que mordían el polvo delante de él. Tras un largo minuto, se levantó el ala del sombrero y se rascó el cogote con la misma mano antes de dejarla caer.
—¿Su nombre? Es para el registro, joven —se excusó ante el arqueo de la ceja del forastero que se escapaba por el sombrero y que parecía querer montar una flecha con su nombre desde la pupila. Con un gesto, el representante de la ley empujó al muchacho a salir corriendo, a recolectar la suma del dinero que figuraba en los tres carteles de “Se busca”.
—Alvarado Jo.
—Alvarado… Joe… —repitió el sheriff mientras garrapateaba en una libreta acartonada que sacó del bolsillo de la chaqueta.
—Jo, no Joe —corrigió el forastero mientras se quitaba el sombrero mostrando por primera vez una cara envuelta en una sonrisa pícara y una melena que se derramaba por los hombros.
—Pero ¿qué diantre? ¡Es una mujer! ¡Y mestiza! —El hombre se sentía víctima de un timo—. ¡Que mal diablo me lleve!
—Mujer y mestiza, sheriff, desde que nací —replicó sin despegarse de aquella sonrisa ladina que parecía un cuchillo de perlas blancas—. Y si el diablo tiene dos dedos de frente sabrá que no le conviene cruzarse en mi camino —concluyó mientras los últimos rayos de sol y el manto de polvo que adornaba la tierra se fundían en una amalgama de brillos cobrizos sobre el Colorado.
Salicornio
que danza al son del viento, manto
de oscuridad que cubre el fin del ocaso,
sonido de espuelas… y polvo, mucho polvo.
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