En un mundo donde la electricidad no existe, la necesidad empuja a los supervivientes a agruparse siguiendo la inercia de los últimos tiempos: las minorías. Galian, un joven en mitad de su travesía por el desierto, peleará por encontrarle un sentido al nuevo mundo y a la vida desde los ojos inocentes de una joven compañera.
Un libro distópico e intimista, donde el futuro solo sirve como excusa para plantearnos quiénes somos, la profundidad de la esperanza y el verdadero significado de la transcendencia. Una aventura, a fin de cuentas, pero cargada de sentimiento. Consigue el libro en su versión ebook o en papel aquí: link
Prólogo
Breve historia sobre discriminación, esclavitud y segregación como semillas del odio moderno
Resulta imposible realizar una fotografía de la actualidad y comprender cómo se ha llegado a una sociedad regida por una multitud de minorías sin analizar las causas históricas que han conducido a ello y que tienen su base en la religión, la esclavitud y en el racismo.
Si bien no es sencillo afirmar de manera categórica cuándo y a quién corresponde la definición del concepto de raza, muchos analistas señalan a la España del siglo XVII, momento en que se identifican y clasifican a los seres humanos bajo tres razas puras (la blanca, la negra y la indígena) y una serie de cruces entre ellas y lo que se denominan castas (mestizos, mulatos, zambos o chinos, entre otros), una definición que cogería forma durante la reconquista y la colonización de América. La raza aparece como una evolución a la doctrina de limpieza de sangre que tenía como objetivo segregar a la cosmopolita población hispana llena de judíos y moros conversos, creando la diferenciación entre cristianos viejos y cristianos nuevos en la península y estableciendo un sistema jerárquico de estratos sociales al otro lado del océano donde los hombres blancos estaban en la cima de la pirámide y las mujeres negras en su base. ¿Había nacido entonces la segregación? Ni mucho menos, simplemente se había formalizado.
Resulta, sin embargo, increíblemente paradójico que al intentar analizar el origen de la segregación de los pueblos, remontándonos en el proceso a civilizaciones tan relevantes como la egipcia, la griega y la romana, nos encontremos en estas culturas numerosos ejemplos de integración y de ausencia de racismo, que tienen en la figura del emperador Septimio Severo, de raza negra, o en Adriano y Trajano, nacidos ambos en la colonia hispana, a los más representativos. Y todo esto sin olvidarnos de la figura de Cleopatra, que tanta controversia genera aún en nuestros días en relación con el whitewhasing. Estos imperios no separaban a la gente a partir de la raza ni tampoco de la religión, que solía servir como elemento integrador a través de la conversión, sino que certificaban la diferenciación por medio de la esclavitud y las distintas clases sociales. Resultaba indiferente el color de la piel del esclavo, aunque algunos fueran, por una simple cuestión fisiológica, más valorados que otros. Y si la esclavitud es algo erradicado, al menos desde un punto de vista teórico que no práctico, prácticamente de forma global a comienzos del siglo XIX, no lo ha sido el concepto de clase que está intrínsecamente unido a la cultura capitalista que nos controla y que se remonta a la civilización más antigua de todas sobre las que hay registro escrito: la sumeria.
Los sumerios, con una estructura social jerárquica de corte piramidal, establecían una diferenciación entre dominantes (gobernantes que pertenecían a la nobleza, sacerdotes, militares y comerciantes), con el rey a la cabeza (que sin llegar a ser considerado un Dios, se apropiaba de los poderes religioso, militar y político como representante de los dioses en la tierra) y dominados (campesinos, pequeños comerciantes y esclavos). A gran diferencia de nuestros sistemas actuales, la clase social subyugada consumía lo que producía y era obligada a entregar gran parte de su producción, a modo de tributos, para el sustento de la clase privilegiada gobernante. Gran diferencia con nuestros días… ¿verdad?
Se convierte, pues, en una labor altamente compleja aislar todos los componentes que han tenido impacto en el sistema social en el que vivimos para encontrar un origen debido a las interrelaciones entre ellos. Pero volviendo de los sumerios a tiempos más actuales, son, sin duda, la filosofía supremacista del Tercer Reich, la segregación racial ocurrida en Estados Unidos y el Apartheid en Sudáfrica, los ejemplos recientes más graves en cuanto a impacto social (y dejando de lado muchos otros como el producido con los nativos americanos, los indígenas sudamericanos o la no reconocida xenofobia inherente a una gran mayoría de las culturas asiáticas).
Años antes de que Adolf Hitler se alzase con el poder ya estaba obsesionado con ideas sobre la raza. En diferentes discursos y escritos, Hitler divagaba sobre conceptos como la pureza racial que derivaban en lo que él consideraba una superioridad de la raza germana o aria. La única forma de gobernar el mundo consistía, en su opinión, en mantener la pureza de su raza que era tan fácilmente identificable por sus ojos azules, su pelo rubio y su fuerte constitución física.
Tras la victoria del partido Nazi en las elecciones de 1933, estas creencias pasaron a formar parte de la ideología del partido que era difundida por medio de la propaganda a través de carteles, periódicos, radio, televisión… en todas partes y también en las aulas. El salto definitivo, sin embargo, comenzaría a partir del momento en que los científicos inician sus experimentos con la población efectuando, entre muchas otras cosas, esterilizaciones forzadas a personas que eran consideradas inferiores y que podían contaminar la raza. El objetivo de este programa no fueron solamente los judíos, sino que a los gitanos o romaníes, las personas discapacitadas (incluyendo a quienes habían nacido ciegos o sordos) y a las que tenían problemas de salud mental, se les pintó una diana en la frente. También, por supuesto, el reducido número de niños afro-alemanes, descendientes de madres alemanas y soldados de las colonias africanas pertenecientes a los ejércitos aliados que se mudaron a Alemania después de la Primera Guerra Mundial. Con los judíos no hace falta explicar el nivel de degeneración humana al que se llegaría, representado en la memoria colectiva a través de las aterradoras cámaras de gas de los monstruosos campos de concentración. Por todos es sabido las torturas perpetradas por los nazis, pero, quizás lo sea menos la aplicación de los principios de aquella ciencia racial que tenía lugar también en ese momento y que, muchas veces a modo de humillación, consistían en medir el tamaño de la cabeza o el largo de la nariz en las escuelas para identificar a aquellos que no tuvieran la genética aria.
Resulta casi irónico que los adalides de la libertad y salvadores del ejército aliado que derrotaron al ejército alemán comenzaran, casi por aquel entonces, con una política de segregación racial que todavía hoy sigue teniendo eco en muchas conductas racistas a pesar de los inmensos pasos dados para erradicarla y que, de un modo oficial desde 1965, no exista más que en el inconsciente colectivo por medio del legado generacional. Viajamos a EEUU, tierra de oportunidades.
Si bien la esclavitud fue abolida en 1863 con la Proclamación de Emancipación promulgada por el presidente Abraham Lincoln, el hecho de no incluir a los estados del sur y excluir también a muchos distritos y condados de otros estados la liberación, consiguió que no fuese plenamente efectiva. De hecho, la proclamación en sí no abolía la esclavitud hasta que, dos años después, se aprobara la decimotercera enmienda de la constitución que sí la prohibía explícitamente. La decimocuarta enmienda, propuesta en 1866 y aprobada dos años después, fue la que se encargó de abolir la decisión recogida en la constitución que excluía a los esclavos y a sus descendientes libres de tener derechos constitucionales, pasando la responsabilidad de proteger la igualdad de las personas de los estados al gobierno federal, lo que motivó a la aprobación, en 1870, de la decimoquinta enmienda que establecía que ningún estado podía impedir votar a ningún ciudadano por su raza, color o condición anterior de esclavitud suya o de sus progenitores. Aunque esta serie de medidas y disposiciones acababan finalmente con la esclavitud sobre el papel, proporcionando a la población negra de la condición de ciudadanía, la realidad, especialmente en los estados del sur, fue bien distinta hasta 1970, demostrando que el espíritu de los confederados había vencido a pesar de haber perdido la guerra. Esta realidad se manifestaría no solo en el mantenimiento de la mentalidad racista a nivel general, sino en el surgimiento de sociedades secretas violentas como el Ku-Klux-Klan pero, por encima de todo, en la batería de medidas legales que los estados del sur lograron aprobar para impedir el voto a la población negra y poder segregar, de manera constitucional, a la población en función del color de su piel.
La semilla que había permitido todo esto se sembró durante la Gran Depresión de 1873, primera gran crisis del capitalismo, momento en que los precios sobre los productos agrícolas se hundieron generando que en los estados del sur creciese un descontento que se agravaría con la permanencia de un ejército de ocupación de los vencedores: el bando norteño. Tras una polémica victoria electoral en 1876, en una de las elecciones más ajustadas de la historia de los Estados Unidos, Rutherford B. Hayes, buscando congraciarse con el sur, y en aras de la reconciliación, pero sobre todo para que aceptaran su presidencia, mandó retirar las tropas y firmó el compromiso de 1877 que daba libertad plena a los estados del sur para hacer lo que estimasen oportuno con respecto a la población negra. Fue así como estos estados, con una mayoría fuertemente conservadora, empezaron a interpretar a su gusto la legislación federal en un ejercicio que acabría siendo, de facto, de conculcación.
Fue entonces cuando aparecieron los denominados “Códigos Negros”, en los que se controlaba el trabajo, las actividades y los desplazamientos de los antiguos esclavos y que permitían la servidumbre por deudas. Comenzaba un periodo, con fundamento legal, en el que se consagraría la segregación racial bajo el lema “separados pero iguales”, aunque la igualdad fuera solo una palabra que distaba mucho de la realidad. Se segregó en escuelas, lugares y transportes públicos, negocios privados y, más tarde, en agencias estatales como la mismísima NASA, donde blancos y negros no compartían siquiera urinarios. En materia de sufragio, después de una primera etapa en la que algunos ciudadanos negros consiguieron votar e incluso ser elegidos a cargos electos, los demócratas comenzaron a legislar para restringir ese derecho sin llegar a prohibirlo, con la idea de seguir cumpliendo con los mandatos constitucionales pero, en la práctica, impidiendo su ejercicio. En la última década del siglo XIX y en la primera del XX se establecieron una serie de requisitos para poder votar que incluían pagar un mínimo de impuestos, pasar pruebas de alfabetización y estar inscritos en el registro, que afectaban a una gran mayoría de la población negra y a mucha población blanca pobre. La trampa residía en el consentimiento para votar sin cumplir con estas condiciones si se podía demostrar que eran descendientes de personas que hubieran tenido derecho a voto antes del estallido de la Guerra de Secesión. Estas llamadas “cláusulas abuelo” fueron diseñadas con el objetivo de limitar los derechos de la población negra.
Si bien el movimiento de lucha por los derechos civiles logró promover en los años setenta las políticas que pondrían fin a aquella locura racial, el resurgir de este tipo de sentimientos en los últimos años deja patente que el mal no ha sido plenamente erradicado y que, aunque ha permanecido latente en mayor o menor medida durante unas décadas, ha vuelto a resurgir al ser invocado por partes interesadas con mucho poder e influencia que buscan generar confrontación y separación.
De una manera casi paralela a lo que acontecía en los Estados Unidos, en Sudáfrica se produjo la discriminación racial por medio del Apartheid sostenida en la sociedad durante más de cuarenta años y que fue la manifestación de una serie de conflictos que en esencia eran de carácter social y político más que raciales. La influencia del capitalismo en los orígenes del Apartheid se hace patente desde que en 1910 Inglaterra concediese la autonomía al pueblo sudafricano blanco, que comenzaría a legislar excluyendo a la población negra de cualquier poder político, y se decidiera potenciar la industria minera, de capitalización extranjera, sobre la industria local, centrada en la agricultura. Al requerir fuerte mano de obra, se acabó recurriendo a la más, que no era otra que la de la población local negra que, abandonado sus aldeas, dejaban de lado la labor agrícola. Desde aquel momento se regularía el trabajo de un modo claramente discriminatorio buscando, además, perpetuar el sistema. Para ello se promulgaron una serie de leyes que convertían en delito romper el contrato de trabajo y además se prohibió a la población negra la compra de tierras. A los jefes de las comunidades locales se les compraba con el fin de asegurar que la mano de obra siguiera fluyendo convirtiéndolos en meros intermediarios que aseguraban el control de la mano de obra por parte del Estado.
Con el fin de la Primera Guerra Mundial y en pleno caldo cultivo de la Segunda, surge la revolución industrial como cambio de paradigma donde los estados se convierten en los grandes inversores, sustentado en una mano de obra libre y asalariada. Pero la proletarización sudafricana no fue homogénea en términos raciales y, de este modo, se propulsaron las divisiones por competencias en las que los trabajos cualificados quedaban siempre lejos de los obreros negros, que además eran controlados por sindicatos regidos por los blancos.
Ante el riesgo provocado por el descenso de la mano de obra negra, el Partido Nacional introduce, tras su victoria electoral en 1948, el concepto de Apartheid que formaliza la segregación racial con la intención de fondo de sustentar el sistema capitalista, y que en realidad no dejaba de institucionalizar la supremacía blanca legitimada desde 1910.
Comienza así la era del Apartheid centrada en la separación en el desarrollo entre hombres blancos y negros que se plasma, en primer lugar, en el ámbito geográfico, diferenciando al Estado blanco de los Bantustanes, que serán los territorios ocupados por la población nativa que, por supuesto, componen las áreas más pobres y menos desarrolladas. Esta apropiación de recursos acentuará la explotación negra, negando toda posibilidad de desarrollo autónomo e incluso la subsistencia. Las consecuencias en forma de epidemias de hambre se siguen sufriendo incluso en nuestros días.
Desde un punto de vista meramente ideológico es difícil decir quién realimentó a quién ya que, si la colonización blanca llevó a Sudáfrica su concepto de superioridad del hombre blanco y de la cultura occidental, la realidad es que aquella era la única forma de perpetuar el sistema descrito y de ahí nacen los intentos de probar científicamente, a finales del sigo XIX, la inferioridad del hombre negro. La verdad científica tiene solo la verdad que el poder político la otorga.
Los blancos, tanto afrikaners como ingleses, trataron de oponerse con fuerza a la fusión con los africanos, no tanto porque creyeran en algún tipo de superioridad racial, sino porque aquello podía suponer el fin del sistema que habían creado y el sufragio era la forma de perpetuarlo. Así, negando la participación política por parte de la población negra, y unido a las leyes que desde 1950 prohibían los matrimonios mixtos, la mano de obra barata se garantizaba.
Tras aproximadamente cuarenta años de lucha a todos los niveles y con el respaldo de la ONU, las primeras elecciones multirraciales de 1994 auparon a la población negra al poder y convirtieron a Nelson Mandela, abogado y activista en contra del Apartheid que había pasado tres décadas en prisión, en el primer presidente negro del país. Lamentablemente, los problemas sociales siguen presentes en la actualidad ya que no es sencillo cambiar la ideología racista que fue grabada a fuego a lo largo de más de cien años.
Volviendo a la actualidad, y de ahí a la cultura, resulta anecdótico en este sentido pensar en el proceso de whitewashing que ha intentado perpetuar, por medio del altavoz mediático que supone la industria del cine, esa superioridad del hombre blanco transformando figuras históricas en sus representaciones. Puede que una de las más polémicas sea la de la reina Cleopatra, que a pesar de la imagen generada en el imaginario colectivo es bastante probable que fuera negra de piel. Y por supuesto, esto no se limita a la industria del cine, ya que desde un punto de vista meramente histórico, es fácil encontrar referencias que asumen que Cleopatra era blanca por el mero hecho de pertenecer a la realeza.
Esclavitud, racismo, ¿y ahora qué?
La separación de las personas ha sido y continúa siendo uno de los trabajos más lucrativos posibles y eso es algo que no sólo podemos analizar desde un punto de vista industrial, como es el caso de la mano de obra negra ya descrita, que convierte al trabajador en un esclavo (hoy en día da igual el color de la piel, lo que importa es el control que se pueda ejercer sobre ese individuo). Las cadenas ya no son de hierro ni vienen en forma de latigazo sino con jornadas laborales infinitas, edades de jubilación cada vez más altas e hipotecas que, con suerte, se acaban de pagar antes de morir para ceder la casa a unos hijos que, en la mayoría de los casos, acabarán dividiendo en forma de herencia para repetir el proceso de sus padres.
La separación en grupos es, podríamos decir, de consumidores, ya que, al final, ese es el resultado. Las políticas sociales y la “libertad” en la que vivimos han hecho que los últimos años sean años donde minorías que se han sentido históricamente oprimidas alcen la voz en busca de justicia. Lo que deberían ser movimientos que despertaran conciencias están en muchos casos transformados en grotescas artimañas de marketing con intenciones puramente políticas y económicas. El auge del feminismo, las comunidades gays, los ecologistas, los animalistas, los veganos, los vegetarianos, los negacionistas del cambio climático, los terraplanistas, los hombres-blancos-heterosexuales vistos a sí mismos como el nuevo objetivo de ataque, la izquierda, la derecha, los ricos, los pobres… Y al final, un producto (uno y mil que son el mismo) a la medida de cada uno de ellos en forma de periódico, programa de televisión, ropa, vehículo, comida… ¿Somos verdaderamente el producto de nuestras propias ideas? ¿Cuál es el sentido de toda esta división? Y, que no le quepa duda al lector, se trata de una división, ya que formar parte de un colectivo implica el rechazo a sus opuestos en la terrible campaña de odio fomentada a través de las redes sociales y hábilmente potenciada por la gran campaña de desinformación que tiene en las fake news a su mayor exponente. Odio hacia aquel que no representa tus ideales. Separación entre seres humanos, todos iguales. Incomprensión. Y en esa lucha que se gesta en estos días por el control de nuestras emociones sobre las que resulta tan sencillo gobernar a las masas, ¿quién se está beneficiando? La pregunta puede resultar difícil de responder sin entrar en matices de la teoría de la conspiración. Pero, la que realmente resulta sencilla de responder es aquella sobre quien está siendo perjudicado. ¿Dónde estás tú?
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